Cuento con unos envidiables
zapatos, de esos que no necesitan que se les marque la ruta. Ellos van y ellos vienen
cuando lo consideran necesario. Se detienen únicamente para conversar con mis
pies, y solamente lo hacen, a altas horas de la madrugada, cuando el cansancio
me ha vencido y me hallo de viaje por parajes no confesos. Y no les estoy
mintiendo, juro o perjuro que estos son mis zapatos, los de siempre, los que
han, y continúan, abrigando mis más lejanas ensoñaciones. Aunque les debo
confesar, con cierto rubor, que los mismos no han sido los únicos; por la parte
más andarina de mis inferiores extremidades, varios de ellos han pasado, no
muchos, pero sí los suficientes para valorar el trabajo de los anteriores
pares.
Recuerdo con alevosía a tres de
ellos, ¡sí!, jamás los olvidaré, porque el tiempo y el polvo del camino, son en
cierta medida los mistificadores de esta colección de años; despojarme sin más
ni más de los mismos, sería cuanto menos engorroso. Puedo afirmar con
conocimiento de causa que me siento orgulloso de mis zapatos, y que las
apariencias, indudablemente engañan. La primera impresión es la que es, y no la pongo en duda, ¿pero los ojos vuestros están viendo lo que los míos no han
dejado de contemplar ni por un segundo?
¡Queridos y añorados zapatos,
si levantan el vuelo, les suplico, que no olvidéis a mis pies, ellos, si fuese
necesario, están dispuestos a soportar las alturas, pero caer en el olvido, sería
irreversible, sus encallosados corazones no lo soportarían!